Mientras preparo una charla sobre gestión del riesgo intento buscar ejemplos actuales que ilustren las consecuencias de asumir un riesgo innecesario. Al analizar los motivos por los que nos equivocamos me doy cuenta de que en muchas ocasiones sobrevaloramos nuestras propias capacidades. El exceso de confianza provoca que nos precipitemos asumiendo riesgos evitables y que realicemos análisis parciales, incompletos, poco fiables y de escasa validez.
En otras ocasiones erramos infravalorando la probabilidad de ocurrencia de los riesgos temidos. En definitiva lo que estamos haciendo es distorsionar la realidad adaptándola a nuestros deseos y objetivos.
Si repasamos la actualidad encontraremos numerosos ejemplos que confirman lo que las teorías psicológicas nos proponen, como en los casos de corrupción destapados últimamente o en el proceder de la banca en lo referente a gestión de préstamos y preferentes.
Ahora bien, hay un factor que, en mi opinión, condiciona de manera determinante la asunción de riesgos. Cuando las consecuencias de una decisión recaen y afectan directamente a la persona que la está tomando no queda más opción que asumir las consecuencias de tus actos; por lo que se presta más atención a los posibles riesgos, se adopta una actitud más conservadora y se analiza mejor el contexto y las alternativas.
Durante mi etapa como jugador de waterpolo aprendí muchas cosas, algunas relacionadas con la técnica, otras con la táctica, algunos valores, la importancia de la nutrición, de escuchar a mi cuerpo y un largo etcétera. Pero de todas las cosas que aprendí hay una que valoro especialmente: la ley de la botella, quien la falla va a por ella.
Es una ley muy sencilla. Cuando lanzas a portería, en un entrenamiento, pueden darse dos situaciones: marcar un gol o fallar el tiro. Si marcas un gol el portero te devuelve la pelota, pero si fallas tienes que nadar hasta la pelota para poder recuperarla. El que la falla va a por ella.
La ley de la botella nos motivaba a afinar más la puntería y a calcular muy bien el tiro, dado que si fallábamos debíamos asumir las consecuencias de nuestro error; es decir, las consecuencias de nuestros actos recalaban directamente en nosotros.
Sin darme cuenta, la ley de la botella me ayudó a ser más responsable y a entender que antes de realizar una acción debes considerar las consecuencias que se derivan de tus actos y de tus decisiones, especialmente si puede afectar a otras personas. Responsabilidad y respeto, éstas son las palabras indicadas, responsabilidad y respeto.
Todo error tiene una consecuencia, pero si la persona que ha asumido un riesgo innecesario no se ve afectada por las consecuencias de sus actos, tenderá a seguir cometiendo el mismo error.
O en otras palabras, si me equivoco, no me pasa nada. No me pasa nada, permíteme que incida en la palabra me. Porque todo error tiene unas consecuencias, pero si no repercuten en mi persona y no me afectan, no las contemplo en el momento de tomar la decisión.
Alguien decidió la estrategia financiera de las entidades bancarias que ha concluido con un rescate. Alguien ideó la estrategia utilizada con las preferentes. Alguien desvió dinero público a bolsillos privados. Al final siempre hay uno o varios responsables.
Si las acciones realizadas tuvieran una consecuencia directa sobre la persona que asume un riesgo innecesario posiblemente se tomarían mejores decisiones, habría menos sufrimiento y el coste económico sería inferior. Al final la asunción de riesgos innecesarios suele suponer un coste que, normalmente, asume sin elegirlo otra persona diferente a quien debería asumirlo.
Pero la solución no está en poner más mecanismos de vigilancia y control, que al final supondrán un mayor coste y un estimulante ejercicio de creatividad para quien desea seguir apropiándose de lo que no es suyo. La solución está en que el waterpolo sea el deporte nacional. Perdón, la solución reside en que aprendamos a ser responsables y que quien la falle vaya a por ella asumiendo todas las consecuencias de sus actos.